miércoles, 20 de agosto de 2008

Diez horas

Somos un camino incierto y el destino a veces se vuelve improbable, impredecible. Hay señales que te alertan y sin embargo la búsqueda de aventuras nuevas nos conduce por el camino del tiempo.
Puerto Ovaldía, 8.30 de la mañana.
El día amaneció gris, una intensa lluvia revolvió el mar y nosotros nos preparábamos para el viaje hacia Panamá City. La casa donde estábamos era de color verde, construida en madera y cemento. La pensión de Cande sentía el paso del tiempo, aunque aguantaba todavía en pie, albergando a los que piensan en viajar, en trabajar, y también a los que piensan en ¿un futuro mejor?. "Vamos que estamos por salir, vamos" gritaba Amalfi, quien cordialmente nos había invitado a volar en la lancha. Nos fuimos y caminamos por la pista del aeropuerto con las mochilas al hombro. Éramos 5 argentinos, un brasilero, 5 colombianos ( entre ellos Amalfi y los dos paisas), 2 suizos, 9 panameños (entre ellos 7 eran familia del capitán de la embarcación) y una pequeña lancha que nos llevaría con destino Colón, el inmenso puerto regado de comercio y consumismo, la salida al atlántico del canal de Panamá. Habíamos elegido sumarnos a está travesía pensando que podríamos disfrutar del archipiélago de San Blas y que a su vez nos ahorraríamos unos 30 dólares antes de llegar a Panamá. A nuestra despedida había acudido mucha gente, un pueblo con sonrisas. Estaban el encargado de migración, la corregidora (madre de este último) y varios más de está familia, que controla uno de los pueblos más temidos por los frecuentes viajeros, el cuello de botella entre Sudamérica y Centroamérica. Fuimos llamados a través de nuestros apellidos, como en la escuela, y dejamos nuestras maletas delante de la lancha. Mientras nos montábamos, Cristiano, el brasilero, eligió quedarse y no subir. “Hay mucha gente y es muy pequeña, es peligroso" dijo de pasada y se fue con su mochila de vuelta a la orilla. Nosotros sin advertir el peligro inminente nos ubicamos en nuestras posiciones pensando que el viaje sería tranquilo, salvo en algunos momentos en los que tocaría saltar por el aire, buenísimo. Salimos de la bahía, y se prendió el motor de 275 caballos de fuerza, el que empezó a escribir su historia también. Los golpes se fueron poniendo cada vez más duros, en la espalda, en la cintura, en las rodillas, y los gritos nos se hicieron esperar. Uno de los suizos entro en desesperación, se puso blanco como la leche y temblando se tiró en el medio de la segunda fila de asientos. Los demás gritábamos también, mientras el mar acechaba con enormes olas a su paso. En la parte de atrás venían una niña pequeña y su madre que estaba embarazada, acostumbradas quizás a estás peripecias, aunque no por eso menos asustadas que el resto. El destino nos estaba jugando una mala pasada y los que estábamos adelante solo pensábamos si podríamos aguantar tales golpes por tanto tiempo, si la marea bajaría.en algún momento.
El capitán aceleraba al escuchar los gritos y mientras tanto parte de su tripulación disfrutaba el momento desde la mejor ubicación.. Algunos compañeros lloraban, pero no había tiempo para lamentos, los golpes no cesaban, sino que iban en ascenso. El primer respiro llegó cuando nos cruzamos con las primeras islas, pero duro menos de lo que canta un gallo. Al llegar al Porvenir, una de las islas más grandes, territorio de la tribu Kuna Ayala, empezaron las discusiones con el capitán. Sin embargo al estar sin dinero tuvimos que continuar el viaje, sufriendo, volando por el aire, ayudando a otros que estaban más asustados. También apareció la poca solidaridad de los hombres y mujeres, peleas constantes por un asiento, pues los golpes se iban haciendo cada vez más dolorosos y muchos no podrían aguantar mucho más tiempo. El paisaje era hermoso, un sinfín de islas que cubrían esa gran extensión del mar caribe. Al llegar a Miramar el viaje tomo un vuelco inesperado. Mientras la gente, ya cansada de gritar, aguantaba con sus últimas fuerzas el trajín de la situación, Sebastián notó que el suizo que se había descompuesto estaba inconsciente, tirado en medio de la lancha y no se le sentía el pulso. En ese momento y ante la mirada de muchos de los pasajeros, el capitán buscó la solución más conveniente y dijo "lo borramos de la lista y lo tiramos al mar". Ese fue un momento de real tensión para los que escucharon el mensaje.
6.30, Colón
Por suerte no estábamos tan lejos de Colón y pudimos llegar al puerto. El suizo se levantó una media hora después, luego de que los paisas le hubiesen revisado la billetera y sin saber que estuvo a punto de ser comida de tiburón. El viaje duró unas diez horas, interminables diez horas.

2 comentarios:

Camelia dijo...

Espero que tu narraciòn tenga màs de fantasìa que de verdad...¿o no??

Anónimo dijo...

Ese es mi turco curtiendo el CARIBE PROFUNDO!!

juegamos a los piratas parce...

TITO!