domingo, 7 de octubre de 2007

El aeropuerto 3º parte



“¿Dónde se fue este malparido?” gritaba Camilo Torres delante de los oficiales que estaban arribando a la finca luego de asimilar que Carlos se había escapado. Mientras tanto Gladis degollaba una gallina, tomaba con sus manos al pobre animal y lo decapitaba sin siquiera soltarle el cuello. Aunque no era el mejor día para cocinar, Gladis era extremadamente responsable con sus tareas y se había comprometido con un sancocho de gallina para ese mediodía. El cielo se iba cubriendo de una gran nube gris, un aguacero amenazante bajaba desde la montaña. Un silencio gélido invadía el ambiente, aunque pronto una patrulla de la armada interrumpiría aquel instante. Así comenzó la búsqueda del asesino, aquel impune enemigo que se había escapado de las garras del león. Carlos corría entre las matas de los plátanos, su respiración se escuchaba cada vez más agitada, sentía que sus captores estaban cerca, muy cerca de su carnada. De repente las gotas de lluvia comenzaron a caer con mayor violencia, bañando a nuestro prófugo personaje en su enérgica carrera hacia el monte, el grueso de la selva del Darien. El paisa se volvía a repreguntar sobre los detalles de los hechos acontecidos: ¿cómo se habían suscitado?, ¿cuáles habían sido sus motivaciones?, ¿qué extraña fuerza lo había llevado a convertirse en aquella bestia salvaje?. “Señora Gladis creemos firmemente que su vecino, el señor Carlos Sánchez, ha sido el culpable del asesinato de su marido Rubén, que en paz descanse” manifestaba Camilo Torres, el tenaz oficial de policía que no descansaría tranquilo hasta encontrar a Carlos. “Un equipo integrado por los más eficientes militares de la región ha comenzado una ardua búsqueda con el fin de encontrar al prófugo homicida y así poder esclarecer está terrible tragedia”, agrego Camilo. Con este formal mensaje el jefe del DAS de Capurganá logro irritar aún más a Gladis, quien no había derramado una sola lágrima por la muerte de Rubén, algo le impedía hacerlo, un extraño impulso no se lo permitía. El terreno comenzaba a elevarse, las colinas estaban más cerca, y ya el camino marcado que Carlos conocía iba desapareciendo. El paisa empezó a utilizar el machete zigzagueando la cuchilla entre las matas y los arbustos que iban creciendo en tamaño. La lluvia continuaba con la misma intensidad y los árboles oscurecían la vía, creando una ambiente de suspenso terrorífico. A su vez los sonidos de la selva aumentaban, envolvían a nuestro intrépido personaje en su huida hacia lo desconocido. En ese instante sus pequeños pies se toparon con un árbol que se hallaba caído en el piso, y el movimiento despertó a una culebra, una mapaná (Bothrops) que descansaba enroscada en el tronco. La serpiente, reconocible por su típico dibujo en herradura sobre su lomo, se irguió frente a Carlos, abriendo la boca en un ángulo cercano a los 180 grados, lista para atacar a su víctima. El paisa sintió un punzante escalofrío que le recorrió el organismo, una sensación que lo dejó inmóvil frente al adversidad; freno su carrera y quedo encantado frente a la mirada amenazante del venenoso reptil, poseedor de un largo, flexible y delgado cuerpo, mientras este aumentaba su altura y se preparaba para atacarlo. Carlos alcanzó a reaccionar, una milésima de segundo más y está historia tendría otro final. La culebra mostró sus dientes y estiró el cuello a gran velocidad. El paisa, inmerso ya en la pelea, esquivó la mordida y justo a tiempo consiguió desenfundar el arma, miró fijamente a su virtuosa enemiga, y le dio el golpe de gracia, logrando fraccionarla en dos partes antes de caer en manos de su veneno. Luego, cegado por el miedo y la adrenalina, culminó su asesinato cortando a la serpiente en pequeños pedacitos. La lluvia seguía cayendo del cielo, cada vez con más fuerza. Carlos se sentó sobre el terreno, exhausto, mirando los trozos de carne mutilados. Todavía le temblaban las manos y se percató que su machete había desaparecido. Flexionó los codos para ponerse de pie, pero cayó aparatosamente hacia abajo. En ese instante la suave luz que iluminaba la selva se apagó. Una filosa piedra rasguño su espalada, aunque finalmente se sumergió en el estanque de agua, estaba adentro de una cueva. ¿Adónde estoy?, se preguntaba Carlos mientras movía sus pequeños brazos buscando desesperado la superficie. “Estás en casa Carlos, volviste a casa”, una dócil voz contestó a su pregunta….
El paisa salió del agua disparado como un misil. “¿Quién anda ahí, quien es el que anda ahí?” pregunto asustado. “Tú sabes bien quien soy”, un fuerte eco respondió en la oscuridad de la caverna. “Súbete a la canoa que tienes a tu izquierda y rema hacia delante Carlos”. Nuestro personaje escuchó esta afirmación y nadó hacia la embarcación, sin siquiera preguntarse las razones. Flexionó sus pequeños brazos y luego de algunos intentos desafortunados pudo treparse. El bote estaba construido con madera de cedro y medía aproximadamente dos metros de largo por uno y medio de ancho. Tenía un solo remo, y Carlos lo sumergió expectante ante su próxima aventura. A su paso comenzó a distinguir grandes dibujos en las paredes de la cueva, extrañas inscripciones de color blanco que resaltaban en la oscuridad. Lograba distinguir algunas que se asimilaban a animales de la selva, tales como tucanes, guacamayas y tigrillos. En particular se detuvo en una con forma de serpiente. La mirada de ese reptil era idéntica a la de su reciente enemiga. “Carlos bájate de la canoa y trepa por ese agujero hasta llegar a la luz que ves al final del camino, ahí encontrarás tus respuestas”, la suave voz de Rubén se esfumó otra vez. Carlos subió a gran velocidad, estaba expectante, sentía que su vecino estaba vivo, que todo había sido una cruel pesadilla. Cuando cruzó la cueva, nuestro personaje se encontró con una escena que nunca imagino, que ninguno imagino hasta ahora. Allí parado frente a él estaba Camilo Torres, mirándolo fijamente; a su derecha había un pequeño mono tití dando saltos en círculos; a su izquierda completaban la imagen un centenar de animales salvajes, así como también hombres y mujeres de todas la edades que se mantenían en silencio. “Carlos por fin nos vemos otra vez” el pequeño mono se acerco al paisa dando brincos en las filosas piedras que tenía a sus lados. “Carlos tú y nosotros somos energía, capaces de flotar en el aire ó incluso de rotar en otros cuerpos. Te estábamos esperando desde hacía mucho tiempo". Así, luego de estás dulces palabras, el pequeño primate clavó el machete perdido de Carlos en su estomago. Un crudo frío invadió a nuestro personaje, una sensación que comenzó a subir por su cuerpo desde la punta de sus pies hasta la altura de sus ojos. Carlos miró al infinito y sonrió otra vez.

3 comentarios:

Camelia dijo...

Èsto es un cuento!!
Muy bueno, sorprende al final.
"He ahì la cuestiòn", decìa Hamlet.
Bien Maxi!!!!
Beso enorme.
Tìa C.

Anónimo dijo...

heeeeey loco... esa es mi mochila...

Juanita dijo...

me encanta, está excelente!!