martes, 7 de abril de 2009

XVIII – El ataque final

Aquellos últimos días fueron vertiginosos. Nuestro objetivo estaba cumplido en gran parte, pero no en su totalidad. Aún teníamos que reactivar a La Colo y huir de El Pueblo sanos y salvos. Dos trabajos bien complejos, que nos llevarían algunos días más en aquél lugar. Entre nosotros y nuestros agentes aliados, todo fue festejo ante la aparición de La Colo. El Dragón, luego de haber extraído el núcleo oculto, se encerró un par de jornadas completas a reprogramar todo. Sabía cómo hacerlo, pero era un verdadero trabajo de hormigas. Los sistemas de defensa de los ACIARE hacen que, al ser desconectados irregularmente o en caso de caer en manos del enemigo, se desprograme todo el sistema central. Pero el Dragón es especialista en códices cibernéticos y se entregó a la tarea de descifrarlos.
Misteriosamente unos de esos días llegó a casa Bundo, uno de los Botará. Con ellos habíamos tenido algunos encuentros, pero bien formales y discretos. Algo nos hacía desconfiar de su líder, el Moro. Tampoco nos habíamos tratado mal, pero todo dentro de una frialdad casi profesional. Pero ahora llegaba Bundo a proponernos otro juego de pelota para despedirnos, una revancha amistosa. Instintivamente aceptamos el desafío. No es honorable rechazar un ofrecimiento así.
Justo en esos días nos visitó otro gran amigo y aliado que se desempeñaba en una misión en la Gran Metrópoli, un poco más al norte. Era el agente Marius y su chica, Pétalo. El agente Marius era un tipo con quien se simpatizaba rápidamente. Era alegre, difícil de desanimar, simple y tranquilo. Llegaba porque obligadamente tenía que pasar por El Pueblo para realizar algunas acciones, y además porque sabía de nuestra estadía en el lugar y no quería perder la posibilidad de vernos nuevamente. Compartimos un par de días en la casa.
Llegó el día del partido de pelota contra los Botará. Marius no dudó en sumarse al juego con sus viejos amigos.
Así que a Kosovo fuimos todos juntos a buscar a los Botará. Allí estaban esperándonos, disimulando un nerviosismo quizás fuera de lugar. Nos montamos en sus camionetas y partimos hacia aquél parque donde hacía un tiempo nos habíamos enfrentado. El Moro se mostraba más simpático que de costumbre, aunque en su comportamiento fácilmente se adivinaba cierta tensión. Tanto ellos como nosotros veníamos con algunas personas más, nuestras compañeras, la agente Lila, y algún otro. Pero al momento de prepararnos para el partido notamos que en su equipo había varios desconocidos que se preparaban seriamente para jugar. Hicimos una broma sobre esta situación, pero el Moro ya no rió. El partido comenzaba.
Si digo que pasaron cinco minutos de juego limpio, exagero. El partido empezó fuerte y trabado. Y así se fue poniendo, cada vez más frontal, más golpeado. El partido, que era un juego, de a poco se convertía en combate. Empezaron ganando. Le empatamos de inmediato. Por dos veces más subieron su marcador y nosotros lo alcanzamos. El tiempo se ajustaba y la tensión subía. Los insultos se habían vuelto ya parte irrevocable del juego. Y entonces algunos se empujaron. Otros se provocaron. A veces intentábamos enfriar la situación y bajar la tensión, pero siempre algún acto avivaba la llama.
En una jugada fuerte, Marius cayó rodando con Gurco, el hermano menor del Moro. Rodaron juntos y al pararse se empujaron fastidiados. Marius, posiblemente sea el más pacífico de todos nosotros y nunca hubiese querido golpearse con alguien. Gurco en cambio, era un profesional de las riñas. Se había implantado en el puño derecho un revestimiento interior de pequeñas placas de acero. No dudó un instante y, midiéndolo fríamente, lanzó un golpe que fue directamente a destrozar la nariz y el pómulo izquierdo de Marius, en varios pedazos. Durante el instante que duró la caída de su cuerpo, todos nos fuimos deteniendo. Cuando Marius terminó de desplomarse y la sangre comenzó a salir a chorros, se desató un descontrol de gritos y corridas. Varios nos abalanzamos en busca de Gurco que, acobardado por el reflujo, ya había agarrado piedras. Otros fueron a atenderlo a Marius que no paraba de sangrar, por fuera y por dentro.
No se armó la batalla que podría haberse armado. Hubo varias personas que contuvieron la avalancha. Gurco escapó como un roedor asustado, amparado por su novia que le festejaba el rapto de violencia, auto-convenciéndose de que así compensaba las ausencias viriles de su compañero de cama. Otros de los Botará se esforzaron en calmar los ánimos. El Moro, en cambio, no pudo esconder su satisfacción ante los hechos. Entonces, cuando toda la atención volvió a Marius, los Botará aprovecharon para irse del lugar. Subieron a sus vehículos y huyeron.
La agente Lila no tardó en reaccionar. Cargamos a Marius en su auto y lo llevamos a emergencias. En el camino Marius estuvo a punto de desangrarse. Si no fuera por la intervención quirúrgica de urgencia esa misma noche lo perdíamos. Se tragó casi toda su sangre y la vomitó en estertores llenos de sufrimiento. Tuvimos que transfundirle sangre inmediatamente.
Por fortuna Marius se salvó. Han reconstruido su nariz. Pero la marca que nos dejaron los Botará no se ha curado. El Moro develó, con su comportamiento oscuro y ladino, su entrega inminente al Gran Poder.
Este suceso fue la señal de que debíamos partir lo más pronto posible de El Pueblo.

Extracto de El Pueblo, impecable trabajo literario de la Compañía Teatral
Los Tres Gatos Locos.

miércoles, 1 de abril de 2009

Buscando la salida del Sol


En tiempos de cambios la paz es un camino sinuoso, difícil de alcanzar frente a un vacío de ideas. El guerrero saca a relucir el escudo del miedo y de esa forma tapa el razonamiento. Nuestro continente latinoamericano conlleva un viento de aprendizaje, esos procesos están acompañados por la educación, la comprensión, la satisfacción, la locura, y la impunidad de la gente y las instituciones. Somos viento y tormenta, las acciones a veces se nos escapan de las manos, y son esas mismas manos las que luego nos ayudan a escondernos, a borrar el pasado.

Una mañana en México D.F (Destino Fatal)

El trabajo es sinónimo de salud, buscar alternativas para el sustento, explorar formas de ganar dinero y a la vez pasar un buen rato. México es la ciudad humeante más grande e intensa del mundo. El Valle donde se sitúa la legendaria Tenochtitlán tiene niveles niveles de contaminación escalofriantes (al aire se emiten más de 547 mil toneladas anuales dióxido de carbono y los emisores principales son las industrias de bebidas y tabaco, y la alimentaria, debido a sus altos consumos de combustible para la producción), las narices sangran, se altera la respiración, las bocinas que suenan y retumban en nuestros oídos, millones de barbijos azules que muestran el deterioro de la civilización consumista. Al igual que en Lima, La Paz y Caracas, está ciudad amanece con el trueno de las bocinas, sumiendo a los habitantes y pasajeros en un concierto que altera el sistema nervioso, llevándonos quien sabe a donde.
Era un frío domingo matinal del mes de febrero. La avenida Insurgentes y Río Churubusco era una magnífica intersección para empezar la jornada. Ella estaba vestida con una malla negra, una pollera roja, sus grandes ojos verdes resaltaban a través de sus pestañas, su boca estaba pintada de rojo fuego. Él llevaba rastas y un sombrero negro, plateado y gris. Eran malabaristas, cirqueros que buscan seguir viajando por el mundo, presentando un breve y entretenido número de pases con clavas, de 1 minuto. Los acompañaba un diariero chilango, ocupado en sus propios asuntos, chaparrito de ojos café. Ellos comenzaron su rutina, mientras un frío viento les erizaba las manos. De repente apareció una mujer, pequeña, de cachetes inflados y una mirada perdida. " Este es nuestro semáforo, mi familia trabaja aquí desde hace 20 años, váyanse antes de que venga mi marido". Él la miró a ella, perplejo ante la amenaza de la señora, mientras volvían por la calle luego de recoger su recompensa. La señora llevaba de la mano a una pequeña, vestida y pintada como una payasita. Era su hija, en sus primeros años de vida tenía la responsabilidad de pedir dinero para mantener a su familia, un domingo a las 9 de la mañana. Ellos accedieron la petición, pero él no dejo pasar la oportunidad y le comentó a la señora que los niños no tienen que trabajar, deben ir a la escuela, jugar, comer bien y compartir, no son herramientas sino hijos. Luego, ellos se fueron rápido de la escena, a buscar otro semáforo donde trabajar. Caminaron tres cuadras y cuando se dieron cuenta tenían tres muchachotes y una enorme mujer persiguiéndolos, bien cerquita. Llegaron a la esquina y cuando dieron vuelta se encontraron, se cruzaron, los enfrentaron. "Nadie le dice eso a mi morrita", Él intentó calmarlos, hablar civilizadamente, pero ya era demasiado tarde. Optó por una estrategia segura y se arrojó al suelo, se hizo un pequeño bollito, mientras los cuatro agresores lo pateaban con saña y violencia. Ella intentó defenderlo, pero cuando intentó pararlos, la muchacha, traída especialmente para la ocasión, la sujeto del cuello y la puso contra la pared, sin que pudiese hacer nada. Fueron cincuenta interminables segundos, sumidos en el descontrol de la calle. ¿Qué pasa por la calle? ¿No pasa nada? Así se fueron después, la ola de violencia, un domingo por la mañana.
Por suerte todavía no había pasado a mayores.

Continuará